Mi querido amigo Gerardo:
¡Cómo se percibe la hondura del pensamiento filosófico en tus reflexiones! Muchas gracias. Especialmente por darle corporeidad -sirva el abuso terminológico- a tu aproximación antropológica. Somos con el cuerpo y con el espíritu, no sólo la suma de dimensiones, sino la unicidad vital de una estructura vinculada a la realidad material y a la realidad espiritual, a la vez e íntimamente.
¡Cómo ayuda esta forma de comprender al hombre que realiza la antropología filosófica respetuosa con nuestra dimensión meta-corpórea! Porque en el prólogo del evangelio de Juan se revela que Dios creó al ser humano teniendo a Cristo como modelo (“Todo fue hecho por Él…”). Verdadero Dios y verdadero hombre en una única persona divina. Valga la analogía, única posibilidad de poner palabras a la comprensión teológica, por la que el ser humano es, como Cristo, verdadero cuerpo y verdadero espíritu, en una unidad íntima, en una única persona de naturaleza espiritual. Cristo muestra el hombre al propio hombre…
La comprensión antropológica de la teología católica reconocer que el ser humano fue creado a imagen de Dios. Ya te he comentado algo de este aspecto. Pero a imagen de Dios es todo hombre y todo el hombre. Es imagen de Dios la persona más allá de su raza, de su sexo, y es imagen de Dios el ser humano en su totalidad: cuerpo y alma. Y es en el despliegue de esa realidad en la que alcanza su realización personal, su desarrollo como ser humano. No puede desarrollar su dimensión espiritual al margen e independientemente de su corporeidad. No puede desarrollar su progreso y desarrollo físico y corporal olvidando o infravalorando su dimensión espiritual. El espíritu y la materia no son en el ser humano dos naturalezas unidas, sino que la unión del espíritu y la materia constituyen su única naturaleza: la naturaleza humana. Esta afirmación es de la fe cristiana, de la certeza que nace de la implicación mutua en la misma dirección, y sin negarse mutuamente, de la razón filosófica y de la revelación sobrenatural. El Catecismo de la Iglesia Católica lo recoge sin pudor en el número 365.
No sé si abuso al considerar que es de sentido común afirmar que la experiencia universal deduce sin dificultad que la relación personal que tenemos con nuestro propio cuerpo es una relación con nuestra propia persona. No podemos relacionarnos con nuestro cuerpo como si fuéramos distintos de él, ajeno a nosotros. Percibimos la corporeidad como una dimensión constitutiva de nuestro propio “yo”. El cuerpo es la persona en su visibilidad. La consecuencia es muy importante: el cuerpo humano está revestido de la dignidad personal. El cuerpo posee la dignidad de la persona, toda la dignidad de la persona, toda la sacralidad de ser la visibilidad del modelo conforme al que fue creado. El cuerpo merece todo el respeto que merece la persona. No hay cuerpo humano que no posea los derechos inherentes a la persona humana.
De partir o no de esa consideración de la corporeidad, la vivencia ética poseerá variantes que, en ocasiones, serán también contradictorias. Recuerda aquellos gritos reivindicando la libertad de decisión sobre aquello que compete al cuerpo de la mujer, como si se trata de una realidad distinta y distante de la misma condición personal de la mujer. La vida humana que habita en el seno de una madre embarazada no es sólo un cuerpo, carne, materia, que posea una dignidad inferior a otro cuerpo, carne o materia que haya desarrollado más su intrínseca posibilidad de hominización. Es el cuerpo no nacido de una persona; un cuerpo verdadero, un ADN verdaderamente distinto del de sus progenitores, una unidad personal cuyo pequeño cuerpo no nacido aún es, por sano sentido común, la visibilidad invisible de su condición personal.
En las mismas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer descubrimos consecuencias importantes de esta antropología subyacente que subraya la unicidad personal de la naturaleza humana espiritual y corporal intrínseca e inseparablemente constituida. El amor de una persona se expresa corporalmente: un beso, una caricia, una sonrisa, un abrazo… La experiencia sexual, la relación genital, el coito entre el cuerpo de un hombre y de una mujer, es una experiencia de sus personas. Es una relación de amor personal hasta la entrega sexual en sus cuerpos. Separar también aquí lo corporal de lo espiritual es posible, pero sería una separación que explicitaría una nueva forma de dualismo impersonal. Sexo sin amor, no es verdadero sexo. Porque una relación corporal o es personal o no es humana. Y si no es humana, por muy gratificante y satisfactoria que sea, pertenece a la mera dimensión biológica de la naturaleza del ser humano, que comparte evolutivamente con el resto de seres vivos.
Los animales copulan sólo en época fértil empujados por el instinto de conservar la especie. Los seres humanos somos libertad consciente y voluntad. Es propio de la dimensión humana superar las épocas de celo biológico. Porque su sexualidad es una componente de su estructura personal, de su naturaleza humana, y no sólo una posibilidad de su condición animal.
Lo humano es amar. El amor humano es amor personal, interpersonal. Bajar de nivel evolutivo es, en definitiva, no responder a su dignidad humana. Es, por tanto, incierto el calificativo de samaritanas del amor para calificar a quienes compran un rato de corporeidad entre sujetos entre los que no existe posibilidad de amor. El amor es operativo, se construye, se hace; pero se hace en cuerpo y alma. Toda la persona.
Querido Gerardo. Quiero darte las gracias por contestar a la inquietud presentada. Te sugiero y atacas el tema con toda profundidad. Es muy bueno torear en tu plaza. En esa línea me gustaría abordar en las siguientes misivas otro tema que tiene que ver también con la corporeidad: la diferencia sexual entre el hombre y la mujer, la diferencia de género tan debatida últimamente en la opinión pública y que ha llegado incluso a convertirse en ideología. Y lo sugiero porque la primera página de la Sagrada Escritura afirma que Dios creó al ser humano a su imagen, “varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). Y esta consideración es tan importante en la antropología teológica, y tiene tales consecuencias incluso jurídicas a la hora de entender la naturaleza del matrimonio, que bien merecería tu profundidad filosófica.
En espera de tu carta, Un saludo. Juan Pedro
¡Cómo se percibe la hondura del pensamiento filosófico en tus reflexiones! Muchas gracias. Especialmente por darle corporeidad -sirva el abuso terminológico- a tu aproximación antropológica. Somos con el cuerpo y con el espíritu, no sólo la suma de dimensiones, sino la unicidad vital de una estructura vinculada a la realidad material y a la realidad espiritual, a la vez e íntimamente.
¡Cómo ayuda esta forma de comprender al hombre que realiza la antropología filosófica respetuosa con nuestra dimensión meta-corpórea! Porque en el prólogo del evangelio de Juan se revela que Dios creó al ser humano teniendo a Cristo como modelo (“Todo fue hecho por Él…”). Verdadero Dios y verdadero hombre en una única persona divina. Valga la analogía, única posibilidad de poner palabras a la comprensión teológica, por la que el ser humano es, como Cristo, verdadero cuerpo y verdadero espíritu, en una unidad íntima, en una única persona de naturaleza espiritual. Cristo muestra el hombre al propio hombre…
La comprensión antropológica de la teología católica reconocer que el ser humano fue creado a imagen de Dios. Ya te he comentado algo de este aspecto. Pero a imagen de Dios es todo hombre y todo el hombre. Es imagen de Dios la persona más allá de su raza, de su sexo, y es imagen de Dios el ser humano en su totalidad: cuerpo y alma. Y es en el despliegue de esa realidad en la que alcanza su realización personal, su desarrollo como ser humano. No puede desarrollar su dimensión espiritual al margen e independientemente de su corporeidad. No puede desarrollar su progreso y desarrollo físico y corporal olvidando o infravalorando su dimensión espiritual. El espíritu y la materia no son en el ser humano dos naturalezas unidas, sino que la unión del espíritu y la materia constituyen su única naturaleza: la naturaleza humana. Esta afirmación es de la fe cristiana, de la certeza que nace de la implicación mutua en la misma dirección, y sin negarse mutuamente, de la razón filosófica y de la revelación sobrenatural. El Catecismo de la Iglesia Católica lo recoge sin pudor en el número 365.
No sé si abuso al considerar que es de sentido común afirmar que la experiencia universal deduce sin dificultad que la relación personal que tenemos con nuestro propio cuerpo es una relación con nuestra propia persona. No podemos relacionarnos con nuestro cuerpo como si fuéramos distintos de él, ajeno a nosotros. Percibimos la corporeidad como una dimensión constitutiva de nuestro propio “yo”. El cuerpo es la persona en su visibilidad. La consecuencia es muy importante: el cuerpo humano está revestido de la dignidad personal. El cuerpo posee la dignidad de la persona, toda la dignidad de la persona, toda la sacralidad de ser la visibilidad del modelo conforme al que fue creado. El cuerpo merece todo el respeto que merece la persona. No hay cuerpo humano que no posea los derechos inherentes a la persona humana.
De partir o no de esa consideración de la corporeidad, la vivencia ética poseerá variantes que, en ocasiones, serán también contradictorias. Recuerda aquellos gritos reivindicando la libertad de decisión sobre aquello que compete al cuerpo de la mujer, como si se trata de una realidad distinta y distante de la misma condición personal de la mujer. La vida humana que habita en el seno de una madre embarazada no es sólo un cuerpo, carne, materia, que posea una dignidad inferior a otro cuerpo, carne o materia que haya desarrollado más su intrínseca posibilidad de hominización. Es el cuerpo no nacido de una persona; un cuerpo verdadero, un ADN verdaderamente distinto del de sus progenitores, una unidad personal cuyo pequeño cuerpo no nacido aún es, por sano sentido común, la visibilidad invisible de su condición personal.
En las mismas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer descubrimos consecuencias importantes de esta antropología subyacente que subraya la unicidad personal de la naturaleza humana espiritual y corporal intrínseca e inseparablemente constituida. El amor de una persona se expresa corporalmente: un beso, una caricia, una sonrisa, un abrazo… La experiencia sexual, la relación genital, el coito entre el cuerpo de un hombre y de una mujer, es una experiencia de sus personas. Es una relación de amor personal hasta la entrega sexual en sus cuerpos. Separar también aquí lo corporal de lo espiritual es posible, pero sería una separación que explicitaría una nueva forma de dualismo impersonal. Sexo sin amor, no es verdadero sexo. Porque una relación corporal o es personal o no es humana. Y si no es humana, por muy gratificante y satisfactoria que sea, pertenece a la mera dimensión biológica de la naturaleza del ser humano, que comparte evolutivamente con el resto de seres vivos.
Los animales copulan sólo en época fértil empujados por el instinto de conservar la especie. Los seres humanos somos libertad consciente y voluntad. Es propio de la dimensión humana superar las épocas de celo biológico. Porque su sexualidad es una componente de su estructura personal, de su naturaleza humana, y no sólo una posibilidad de su condición animal.
Lo humano es amar. El amor humano es amor personal, interpersonal. Bajar de nivel evolutivo es, en definitiva, no responder a su dignidad humana. Es, por tanto, incierto el calificativo de samaritanas del amor para calificar a quienes compran un rato de corporeidad entre sujetos entre los que no existe posibilidad de amor. El amor es operativo, se construye, se hace; pero se hace en cuerpo y alma. Toda la persona.
Querido Gerardo. Quiero darte las gracias por contestar a la inquietud presentada. Te sugiero y atacas el tema con toda profundidad. Es muy bueno torear en tu plaza. En esa línea me gustaría abordar en las siguientes misivas otro tema que tiene que ver también con la corporeidad: la diferencia sexual entre el hombre y la mujer, la diferencia de género tan debatida últimamente en la opinión pública y que ha llegado incluso a convertirse en ideología. Y lo sugiero porque la primera página de la Sagrada Escritura afirma que Dios creó al ser humano a su imagen, “varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). Y esta consideración es tan importante en la antropología teológica, y tiene tales consecuencias incluso jurídicas a la hora de entender la naturaleza del matrimonio, que bien merecería tu profundidad filosófica.
En espera de tu carta, Un saludo. Juan Pedro
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