Mí querido amigo Gerardo:
En primer
lugar quiero agradecerte tu carta. Me ha gustado tanto como inquietud ha dejado
en mí. Me ha parecido muy interesante el diagnóstico social que resumes en la
frase: “Lo impregna todo una capa
de resignación, decepción,
lejana de actitudes heroicas, o de grandes ideales, en suma, un crepúsculo de
la esperanza.” La comparto del todo, no sólo porque la percibo en otros,
sino porque, a veces, la leo en mí mismo.
Hace unos
años, en el aeropuerto de Madrid –las cosas que solemos hacer mientras
esperamos el embarque de nuestro vuelo- visité las estanterías de la tiendita
de libros. Caí en la tentación y compré uno rojo llamativo con el título de “Amo, luego existo. Los filósofos y el amor”,
de Manuel Cruz y de la editorial Espasa-Ensayos. Me viene este hecho a la
memoria al recordar el juego cartesiano que Kunderas vincula a la experiencia
del dolor como llamada al
descubrimiento de la primera certeza: “Siento,
luego existo”, o en la definición antropológica de Zubiri, somos un animal sintiente.
A la postre,
y en el marco de nuestro diálogo sobre el amor humano, sigo vinculándome con
mayor facilidad al título de la obra de Manuel Cruz. Porque amar es, en
definitiva, el nombre de lo más humano del hombre. Somos para el amor. Por eso,
el amor humano es el horizonte de humanidad siempre inacabado y siempre generando
en nosotros movimientos de deseo.
Siempre habrá
actitudes alejadas del heroísmo, de los grandes ideales, siempre habitaremos en
el crepúsculo de la esperanza, si no
activamos en nosotros la gramática del amar. Sólo el amor nos muestra el camino
para ahuyentar la resignación, la decepción, la desilusión. Tal vez sea el amor
el pedagogo que nos libere –y uso las palabras de tu maestro- de la corporación dermoestética en la que
todos, de alguno forma, vivimos.
El
evangelista Juan, en su primera carta, nos regala la certeza coincidente a esta
experiencia humana de fondo que comentamos: la persona ha sido creada para
amar. El amor humano, del que todos tenemos experiencia, nace de ese principio
de movimiento que nos viene ofrecido. Nos seduce y garantiza que la lógica del
don pertenece a la naturaleza del amor. Amar es darse. Esta es una profunda
verdad teológica que salva y libera de la limitación a nuestra estrecha
libertad humana. Porque si la fuente del amor no es la persona humana, si amar
no nace y se agota en mí, sino en Dios creador que nos amó primero y mostró en
ello nuestra identidad humana, la medida y la verdad del amor ya no es
exclusivamente el deseo humano, sino
la respuesta a un don siempre mayor.
La medida y la verdad del amor deben buscarse en el origen del que procede, que
no es otro que el Amar sin fronteras, del que somos originados por el don de la
creación. Y tanto para descubrir esta verdad como para comprometernos en ella hace falta un heroísmo que rompe todo crepúsculo de la esperanza, abriéndonos a
una esperanza que salva, por utilizar
el título genial de la Encíclica de Benedicto XVI.
El heroísmo
de amar nos hace tan humanos como divinos. La fuerza que rompe el techo de
nuestra libertad estrecha dándole horizontes nuevos, y llenando de verdad el deseo de nuestro herido corazón
contemporáneo.
En mi
experiencia en el Centro de Orientación Familiar soy testigo de privilegio de
esta experiencia. Matrimonios que vienes con los niveles de comunicación mutua
muy apagados porque habitan la dinámica del mero deseo humano. Se buscan en el otro. No buscan al otro en una
gramática del don. Se quieren, claro
que sí, pero articulan el amor en una lista de demandas insatisfechas que el
otro o la otra han de satisfacer. Y como siempre es imposible, nace la
insatisfacción de la convivencia y se apagan las luces de gozo. Amar es heroico,
pero es la única forma de habitar el espacio anhelado de la felicidad. Si
quieres existir de verdad, ama. Si quieres habitar tu identidad de forma
gozosa, ama. No me canso de repetir con San Agustín: “Si no quieres sufrir, no ames. Pero si no amas ¿para qué quieres
vivir? ¡Qué extraordinario resumen de cuanto de ideal de altura tiene la vida humana!
Lo
descubrimos con dolor, tal vez en el dolor tantas veces evitado de manera
siempre imposible; pero la verdad impertinente se reitera en su certeza al fin:
existe un amor que nos precede, un amor más grande que nuestros deseos, un amor
mayor que nosotros mismos, que nos muestra el itinerario adecuado para aprender
a amar humanamente. Amar consiste en recibir
el amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. El amor que es
originario de nuestra naturaleza, nos guste o no, seamos conscientes o no,
implica siempre esta singular iniciativa divina. Una iniciativa saludable –soteriológica- que libera nuestro
corazón de todo concepción voluntarista o simplemente emotiva del amor humano.
Y esto no es
etéreo. Para nada. Y me gustaría aterrizarlo en sucesivas misivas de la mano de
la dimensión corporal –carnal- de la
que el Beato Juan Pablo II tanto habló durante los primeros años de su
pontificado. Tal vez puedas, querido Gerardo, introducir esa dimensión corpórea
del amor humano que, como Cristo mismo, se encarna en el amar del hombre y la
mujer.
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