domingo, 6 de enero de 2013

Diálogos en torno al "Amor Humano": Querido Juan Pedro (2)

Mi querido Juan Pedro:


"Esto va a ser un poco difícil, así que presten atención...¿Cuánto pesan sus vidas?"


Después de ver esta narración de la metáfora de la mochila, vuelvo a tu carta. Señalas en ella el origen fontanal, el orto, del amor del hombre en Dios. Estoy de acuerdo. Este origen fontanal muestra la esencia, el modo de ser, del amor de Dios y el constitutivo del amor del hombre. Comentas cómo en el hombre esta realidad se constituye en anhelo, en búsqueda.

Es interesante, la unidad del hombre se manifiesta en todo su actuar. El tema del amor atraviesa a todo el hombre, todas sus realidades. Esta "via amoris" es excelente para reflexionar sobre su forma de ser, su naturaleza.


Preguntemos a la filosofía por esta realidad. Recordemos la imagen de Boecio, a modo de composición de lugar, que nos recuerda a la filosofía como una dama que en momentos se presenta grande, excelsa hasta confundirse en las nubes, en otros pequeña y comparece en su celda para consolarlo ¿Cuánto pesan sus vidas? esta pregunta, que nos planteaba la metáfora de la mochila, me recuerda la frase agustiniana: "Amor meus pondus meus" -mi amor es mi peso- (Confesiones XIII, 9,9) Juan Pedro, si un filósofo no pone alguna frase en latín o en griego parece ser que ese día no duerme bien, perdona. ¿Tu querrás que descanse?

Ese anhelo presente en el hombre, esta búsqueda sin término, refleja una experiencia cercana a nosotros. Recuerdo un amigo Rumano que conocí en Bolonia. Él se encargaba de arreglar y cocinar en la casa que yo me albergaba de paso por esa ciudad. Su situación era dura, había llegado a Italia sin papeles, necesitaba trabajar y enviar apoyo económico a su familia. Por no tener, no tenía ni el idioma, con lo cual hablar con él era como jugar a la mímica. Ya que vivía en la casa, ahorraba todo lo que ganaba. Entre nosotros le dejábamos ropa, y el dueño de la casa se encargó de los trámites necesarios para poner sus papeles en regla. Al año siguiente, fuimos un día a comprar unas verduras que necesitábamos. Me contó como de ir a misa para ver algo de gente, comenzó a conocer a algunos. Tenía una novia, salían los fines de semana, tenía los papeles en reglas y un contrato de trabajo. Me decía, "cuando pisé Italia esto era un sueño lejano. Pero ahora veo que no es suficiente. No es que ya lo he conseguido y se acabó. Ahora pienso en casarme, pienso en cómo ahorrar para conseguir una casa, si tuviese un coche para llevar de paseo a mi novia...Esto nunca se acaba".

Es cierto, nunca se acaba. El hombre es como un animal insatisfecho. Tanto en nuestro conocimiento como en nuestro querer no hay un "ya basta". Estas facultades muestran una tendencia al infinito. No nos basta querer una cosa, o conocer una cosa. Esto se explica por su naturaleza espiritual. La capacidad de ellas se abren hasta lo infinito. Por ello podemos decir que el hombre es capaz de Dios, que tiende hacia Él. "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1,1).

Toda búsqueda parte de algo que nos falta pero de lo que se tiene alguna noticia. Ya los clásicos decían que el amor es como una herida, que sólo sana quien la ha hecho - "Amor vulnus idem qui sanat facit" Publio Siro, Sentencias - . Nosotros tenemos esa huella en nuestro interior, ese "made in heaven", que nos impulsa a buscar. Pero hay que distinguir, ya sabes, la frase del aquinate: "la labor del sabio es ordenar". Tratemos, pues, de ordenar para ir ganando en sabiduría. El intelecto nos mueve a poseer espiritualmente la realidad en cuanto conocida. El querer, la voluntad, nos mueve a su posesión real. Es cierto que distinguimos estas facultades porque tienen su propio objeto y para comprenderlas mejor. Pero en el hombre se dan al unísono, no son escindibles una de otra. En ocasiones, he usado la imagen de un hombre en una silla de ruedas impulsado por un hombre ciego y forzudo. A pesar de lo tosco de la imagen y la cosificación que implica, podemos entender al hombre de la silla de ruedas como la inteligencia y al forzudo ciego, como la voluntad. Una sin la otra o no avanzan, o su avance puede tener un desenlace fatal... El hombre debe ir recorriendo ese camino de búsqueda con su inteligencia y voluntad, a pesar de esa huella profunda, de esa tendencia, no está determinado cómo la ha de llenar. Debe descubrirlo, por ello la imagen del riesgo, de la aventura, que acompaña al vivir. Es una realidad, podemos errar, incluso en aquello en lo que nos va la vida.

Por esto comenzaba la carta con la metáfora de la mochila. La misma capacidad infinita de nuestro espíritu nos puede llevar a encontrar ese objeto supremo del amor que nos sacia en Dios, o podemos errar. ¿Por qué esto? Primero, con cierta evidencia, es que somos libres. Pero fíjate, querido Juan Pedro, cómo subyace una cierta paradoja. Parece que para encontrar el amor primero hay que perderse. Entregarse. La mochila llena que nos habla la metáfora sólo es un lastre que nos frena, esto se demuestra falso. El peso verdadero, la densidad de nuestra vida está en nuestro amor. Ese amor que exige decisión, en suma compromiso, com-pro-me-ter-me. Cada elección conlleva a una renuncia, y esa renuncia no me cercena - lo paradójico - me acerca al bien deseado. Me acerca, en cuanto me comprometo con él, en cuanto renuncio a lo demás por ese bien. Allí realizo el amor o lo consigo. Exige un darse, un donarse. Es una lógica distinta a la que estamos acostumbrados. La lógica del don. Parece que el bien sólo se nos debe y no es preciso dar paso alguno. En el fondo tenemos algo de egoísmo.

¡Qué curioso! Sin duda es necesaria la revelación. Aunque tengamos la capacidad de conocer y amar a Dios en nosotros. Esta búsqueda sería tortuosa, no exenta de errores, y limitada en su contenido.

 Bueno querido amigo quedo a la espera de tu respuesta, queda mucho por tratar el papel de los sentimientos la verdadera libertad, los ámbitos donde el hombre realiza ese amor.

Gerardo.

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