Mí querido amigo Gerardo:
Con cuánta alegría comienzo esta experiencia de diálogo epistolar. Tal vez no quepa otra forma sana de relación entre la teología y la filosofía que no pase por el diálogo mutuamente enriquecedor; y más si el objeto de diálogo es la entraña de nuestra humana condición, la que nos identifica y humaniza: nuestra indefinible capacidad de amar.
Si al respecto del amor humano le preguntamos a la Palabra de Dios que nos señale su esencia, que nos indique el quicio de su identidad, lo esencialmente cristiano del Cristianismo, nos diría con san Juan: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Ahí está la frase que me pedías que propusiera. La vena madre de la certeza teológica sobre el amor humano. Amamos porque somos imágenes del amar infinito. Somos, porque amamos. Tan humanos y tan divinos como nuestro amar.
Descubrir que el origen del amor humano está en el misterio de Dios es la gran revelación cristiana. De hecho, cuando leemos el libro del Génesis, con su riqueza literaria y su envoltorio narrativo, no descubrimos sino la certeza creyente de que cuanto existe, la realidad en su conjunto, es la consecuencia de un amor infinito. Por amor crea; y hace presente en su obra esa bondad propia de su amor eterno. Pero si así ha sido con la realidad material que percibe el ser humano en su entorno, cuando se descubre a sí mismo, y en sintonía con esta certeza primordial, la persona humana se descubre amado singularmente. Y la singularidad radica en que posee la capacidad de responder amando; la capacidad de amar. Ser humano es ser capaz de entrar en la intimidad del amor divino, reconociéndolo y respondiéndole en esa dinámica feliz que realiza el amor.
Pensar el amor y sorprendernos al descubrir que es Persona. Un amor que se revela trinitario. Un amor interpersonal. Tan personal como comunitario. Una comunión origen y fuente de toda capacidad de amar. Por eso, con toda razón, afirmaba Benedicto XVI el año 2006 al Pontificio Instituto Juan Pablo II para el estudio del matrimonio y la familia: “La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de esa auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a Él precisamente en la medida en la que está abierta al amor”.
Esta es una original comprensión de la antropología. El origen del amor, de la capacidad de amar, de lo que identifica al ser humano como humano, no se encuentra en el ser humano mismo. No somos el origen de nosotros mismos. No amamos como origen del amor; amamos como respuesta a un amor original. De ahí la permanente búsqueda de sentido que hace al ser humano salir permanentemente de sí buscando su hogar, su espacio, su gozo.
Todos hemos conocido experiencias a este respecto. Tal vez nosotros mismos la hemos sentido. Descubrir que nada ni nadie sacia el anhelo de amor que nuestro interior genera. Y la búsqueda se reitera tras un aparente logro. Nos encandila un instante y, a la postre, como si de fuegos artificiales se tratara, se apaga dejando un desconsuelo en el paladar del corazón. El amor humano es una fuente de felicidad ingente sólo cuando se descubre en el cauce mayor del amor de Dios. Vislumbrar el amar en el amor. Si es sólo la forma humana de un encuentro, si es originado por el anhelo desbordante de nuestra naturaleza finita, si se agota en la persona amada, deslumbra y se apaga dejando amarga la boca en no pocas ocasiones. Soy porque he sido amado. Sólo así soy lo que soy. Amar es mi identidad más profunda. Y decidirnos a responder al amor es la más excelsa vocación del ser humano. Amar sobre toda cosa; sobre toda persona. Amar a Dios como Él ha querido ser amado: amando humanamente. Como un piano, que en su limitado espacio de 44 teclas, hace surgir una música infinita. Porque el amor infinito, el del piano de teclas infinitas, sólo lo puede tocar Dios. Amar infinitamente en una humanidad infinitamente amada.
Con cuánta alegría comienzo esta experiencia de diálogo epistolar. Tal vez no quepa otra forma sana de relación entre la teología y la filosofía que no pase por el diálogo mutuamente enriquecedor; y más si el objeto de diálogo es la entraña de nuestra humana condición, la que nos identifica y humaniza: nuestra indefinible capacidad de amar.
Si al respecto del amor humano le preguntamos a la Palabra de Dios que nos señale su esencia, que nos indique el quicio de su identidad, lo esencialmente cristiano del Cristianismo, nos diría con san Juan: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Ahí está la frase que me pedías que propusiera. La vena madre de la certeza teológica sobre el amor humano. Amamos porque somos imágenes del amar infinito. Somos, porque amamos. Tan humanos y tan divinos como nuestro amar.
Descubrir que el origen del amor humano está en el misterio de Dios es la gran revelación cristiana. De hecho, cuando leemos el libro del Génesis, con su riqueza literaria y su envoltorio narrativo, no descubrimos sino la certeza creyente de que cuanto existe, la realidad en su conjunto, es la consecuencia de un amor infinito. Por amor crea; y hace presente en su obra esa bondad propia de su amor eterno. Pero si así ha sido con la realidad material que percibe el ser humano en su entorno, cuando se descubre a sí mismo, y en sintonía con esta certeza primordial, la persona humana se descubre amado singularmente. Y la singularidad radica en que posee la capacidad de responder amando; la capacidad de amar. Ser humano es ser capaz de entrar en la intimidad del amor divino, reconociéndolo y respondiéndole en esa dinámica feliz que realiza el amor.
Pensar el amor y sorprendernos al descubrir que es Persona. Un amor que se revela trinitario. Un amor interpersonal. Tan personal como comunitario. Una comunión origen y fuente de toda capacidad de amar. Por eso, con toda razón, afirmaba Benedicto XVI el año 2006 al Pontificio Instituto Juan Pablo II para el estudio del matrimonio y la familia: “La Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de esa auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a Él precisamente en la medida en la que está abierta al amor”.
Esta es una original comprensión de la antropología. El origen del amor, de la capacidad de amar, de lo que identifica al ser humano como humano, no se encuentra en el ser humano mismo. No somos el origen de nosotros mismos. No amamos como origen del amor; amamos como respuesta a un amor original. De ahí la permanente búsqueda de sentido que hace al ser humano salir permanentemente de sí buscando su hogar, su espacio, su gozo.
Todos hemos conocido experiencias a este respecto. Tal vez nosotros mismos la hemos sentido. Descubrir que nada ni nadie sacia el anhelo de amor que nuestro interior genera. Y la búsqueda se reitera tras un aparente logro. Nos encandila un instante y, a la postre, como si de fuegos artificiales se tratara, se apaga dejando un desconsuelo en el paladar del corazón. El amor humano es una fuente de felicidad ingente sólo cuando se descubre en el cauce mayor del amor de Dios. Vislumbrar el amar en el amor. Si es sólo la forma humana de un encuentro, si es originado por el anhelo desbordante de nuestra naturaleza finita, si se agota en la persona amada, deslumbra y se apaga dejando amarga la boca en no pocas ocasiones. Soy porque he sido amado. Sólo así soy lo que soy. Amar es mi identidad más profunda. Y decidirnos a responder al amor es la más excelsa vocación del ser humano. Amar sobre toda cosa; sobre toda persona. Amar a Dios como Él ha querido ser amado: amando humanamente. Como un piano, que en su limitado espacio de 44 teclas, hace surgir una música infinita. Porque el amor infinito, el del piano de teclas infinitas, sólo lo puede tocar Dios. Amar infinitamente en una humanidad infinitamente amada.
Con afecto; Juan Pedro
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