Mí querido amigo Gerardo:
En el telar de nuestro diálogo tomo la punta del hilo de aquel párrafo en el que decías que “Es cierto, nunca se acaba. El hombre es como un animal insatisfecho. Tanto en nuestro conocimiento como en nuestro querer no hay un "ya basta". Estas facultades muestran una tendencia al infinito. No nos basta querer una cosa, o conocer una cosa. Esto se explica por su naturaleza espiritual. La capacidad de ellas se abren hasta lo infinito. Por ello podemos decir que el hombre es capaz de Dios, que tiende hacia Él. "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1,1).”
Un animal insatisfecho. Una tendencia al infinito. Esa lectura que hace la razón a la experiencia del amor humano nos ayuda a entender la voluntad de Dios que ha querido entrar en la historia encarnando su amor infinito en la naturaleza humana y divina de su Hijo, nacido de mujer. En Cristo, Dios ama a cada ser humano como hijo en el Hijo. Esa es la certeza de nuestra fe. Un amor infinito que da respuesta a un anhelo infinito. Como anillo al dedo… Esta razón creyente que proclama la Escritura y que confiesa la doctrina de la Iglesia nos ayuda a entender el motivo de nuestra condición de “animal insatisfecho”, nuestra tendencia a lo infinito. Porque Dios es la fuente de la que derivan todas las formas de amor, también el amor humano. Por eso, desde una perspectiva teológica, a la vez sorprende y no sorprende, que el amor humano tenga su origen en el amor divino con el que fuimos pensados, amados, creados y adoptados. La intervención directa y personal de Dios en el origen de cada ser humano nos ayuda a entender esa huella de infinidad con la que hemos sido marcados.
Pero, aunque de esto podamos hablar, releyendo en nosotros ese anhelo insospechado e insaciable, uno no puede menos que preguntarse si es tan universal la conciencia de esta experiencia. En otras palabras, ¿todos leemos en nuestro anhelo de felicidad plena la huella del amor de Dios? Es una pregunta que atormenta a los agentes de pastoral de la Iglesia. ¿Qué le ocurre al ser humano actual que no descubre la trascendencia de esa tendencia innata al amor sin límite?
Creo que estamos un poco atolondrados. Hemos perdido esa capacidad de asombro ante la realidad. La realidad es tan impertinente y el sufrimiento es tan recurrente que en ocasiones el esfuerzo se dirige más a evitar el mal que a anhelar el bien sin límite. Muchos experimentan –y en no pocas ocasiones lo expresan- que el objetivo ideal es “no empeorar”. “Que me quede como estoy”. Se ahoga cualquier anhelo. Por eso, creo que habría que repensar esa afirmación por la que deducimos esa herida de amor en el alma humana. Con frecuencia me encuentro con personas que, aunque lo deseen, no descubren en su vida anhelos de insatisfacción. ¿No tendremos un exceso de medios de tal modo que, al no lograr abarcarlos y agotarlos, suponemos que nuestra capacidad de goce es infinita y los medios materiales que los satisfacen igualmente infinitos?
Esto lo digo en relación a algunas reflexiones recientes en las que he escuchado que ya no sólo se niega la posibilidad de Dios por el cientifismo dominante, sino que incluso se niega el mismo deseo de Dios que justifique la pregunta por el sentido. No sólo se vive como si Dios no existiera, sino que incluso se sospecha que ni la idea ni la persona de Dios cubra anhelo alguno de un corazón humano ya no insatisfecho.
Pensar estas cosas me sitúa en la casa de Isabel, la prima de María, en la montaña de Ainkarén. Aquella visita despertó, con la riqueza textual del Antiguo Testamento, el alma contemplativa de aquella mujer joven que, ante el saludo de su prima, proclamó, no sin una fuerte verdad humana subyacente, que “a los hambrientos, el Señor los sacia de bienes; mientras que a los soberbios, los despide vacíos…”. ¿Dónde podemos situar al ser humano actual? ¿En el grupo de los hambrientos o de los satisfechos?
Quien no espera nada de la vida, la vida lo abandona. Nada tendrá categoría de asombro. La gramática existencial será “come y bebe; mañana morirás”. ¿Cómo despertar el hambre dormida? ¿Qué hacer para ayudar al ser humano a ser verdaderamente humano?
Creo, amigo Gerardo, que aunque no nos agrade oír hablar de ello, el despertar pasa por el quirófano del dolor. Sólo el sufrimiento nos ayudará a despertar. Siempre será verdad que la cruz es la puerta de la salvación.
Además, ¿dónde están los testigos del gozo del amor humano? ¿Dónde aquellos que testimonien el gozo del Amar mayor? Su testimonio existe, está ahí, pero envuelto en el miedo que genera una sociedad narcotizada por un gozo falsificado que destierra –haciendo invisible lo real- el dolor, la cruz y el sufrimiento.
Tal vez he acabado un tanto pesimista. No era la intención. Pero sin este final uno no entiende por qué Dios entro en la historia asumiendo el sufrimiento, el dolor, el pecado y la temida muerte humana. Las cosas son como son, amigo Gerardo, y esa revelación es lo que da esperanza al insatisfecho.
Un saludo. Juan Pedro
En el telar de nuestro diálogo tomo la punta del hilo de aquel párrafo en el que decías que “Es cierto, nunca se acaba. El hombre es como un animal insatisfecho. Tanto en nuestro conocimiento como en nuestro querer no hay un "ya basta". Estas facultades muestran una tendencia al infinito. No nos basta querer una cosa, o conocer una cosa. Esto se explica por su naturaleza espiritual. La capacidad de ellas se abren hasta lo infinito. Por ello podemos decir que el hombre es capaz de Dios, que tiende hacia Él. "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1,1).”
Un animal insatisfecho. Una tendencia al infinito. Esa lectura que hace la razón a la experiencia del amor humano nos ayuda a entender la voluntad de Dios que ha querido entrar en la historia encarnando su amor infinito en la naturaleza humana y divina de su Hijo, nacido de mujer. En Cristo, Dios ama a cada ser humano como hijo en el Hijo. Esa es la certeza de nuestra fe. Un amor infinito que da respuesta a un anhelo infinito. Como anillo al dedo… Esta razón creyente que proclama la Escritura y que confiesa la doctrina de la Iglesia nos ayuda a entender el motivo de nuestra condición de “animal insatisfecho”, nuestra tendencia a lo infinito. Porque Dios es la fuente de la que derivan todas las formas de amor, también el amor humano. Por eso, desde una perspectiva teológica, a la vez sorprende y no sorprende, que el amor humano tenga su origen en el amor divino con el que fuimos pensados, amados, creados y adoptados. La intervención directa y personal de Dios en el origen de cada ser humano nos ayuda a entender esa huella de infinidad con la que hemos sido marcados.
Pero, aunque de esto podamos hablar, releyendo en nosotros ese anhelo insospechado e insaciable, uno no puede menos que preguntarse si es tan universal la conciencia de esta experiencia. En otras palabras, ¿todos leemos en nuestro anhelo de felicidad plena la huella del amor de Dios? Es una pregunta que atormenta a los agentes de pastoral de la Iglesia. ¿Qué le ocurre al ser humano actual que no descubre la trascendencia de esa tendencia innata al amor sin límite?
Creo que estamos un poco atolondrados. Hemos perdido esa capacidad de asombro ante la realidad. La realidad es tan impertinente y el sufrimiento es tan recurrente que en ocasiones el esfuerzo se dirige más a evitar el mal que a anhelar el bien sin límite. Muchos experimentan –y en no pocas ocasiones lo expresan- que el objetivo ideal es “no empeorar”. “Que me quede como estoy”. Se ahoga cualquier anhelo. Por eso, creo que habría que repensar esa afirmación por la que deducimos esa herida de amor en el alma humana. Con frecuencia me encuentro con personas que, aunque lo deseen, no descubren en su vida anhelos de insatisfacción. ¿No tendremos un exceso de medios de tal modo que, al no lograr abarcarlos y agotarlos, suponemos que nuestra capacidad de goce es infinita y los medios materiales que los satisfacen igualmente infinitos?
Esto lo digo en relación a algunas reflexiones recientes en las que he escuchado que ya no sólo se niega la posibilidad de Dios por el cientifismo dominante, sino que incluso se niega el mismo deseo de Dios que justifique la pregunta por el sentido. No sólo se vive como si Dios no existiera, sino que incluso se sospecha que ni la idea ni la persona de Dios cubra anhelo alguno de un corazón humano ya no insatisfecho.
Pensar estas cosas me sitúa en la casa de Isabel, la prima de María, en la montaña de Ainkarén. Aquella visita despertó, con la riqueza textual del Antiguo Testamento, el alma contemplativa de aquella mujer joven que, ante el saludo de su prima, proclamó, no sin una fuerte verdad humana subyacente, que “a los hambrientos, el Señor los sacia de bienes; mientras que a los soberbios, los despide vacíos…”. ¿Dónde podemos situar al ser humano actual? ¿En el grupo de los hambrientos o de los satisfechos?
Quien no espera nada de la vida, la vida lo abandona. Nada tendrá categoría de asombro. La gramática existencial será “come y bebe; mañana morirás”. ¿Cómo despertar el hambre dormida? ¿Qué hacer para ayudar al ser humano a ser verdaderamente humano?
Creo, amigo Gerardo, que aunque no nos agrade oír hablar de ello, el despertar pasa por el quirófano del dolor. Sólo el sufrimiento nos ayudará a despertar. Siempre será verdad que la cruz es la puerta de la salvación.
Además, ¿dónde están los testigos del gozo del amor humano? ¿Dónde aquellos que testimonien el gozo del Amar mayor? Su testimonio existe, está ahí, pero envuelto en el miedo que genera una sociedad narcotizada por un gozo falsificado que destierra –haciendo invisible lo real- el dolor, la cruz y el sufrimiento.
Tal vez he acabado un tanto pesimista. No era la intención. Pero sin este final uno no entiende por qué Dios entro en la historia asumiendo el sufrimiento, el dolor, el pecado y la temida muerte humana. Las cosas son como son, amigo Gerardo, y esa revelación es lo que da esperanza al insatisfecho.
Un saludo. Juan Pedro
No hay comentarios:
Publicar un comentario